Julio estaba armado con una piedra en la mano y un fierro grueso en la otra. Iba a defender lo que era suyo, un pedazo de tierra de 80 metros cuadrados a los que llegó hace más de 10 años, donde instaló una carpa maltrecha de esteras, plástico y ahora es una casa de adobes con quincha. Allí nació su pequeña Margot, el inquieto Josué y murió la madre de ambos: Jimena. Allí también conoció a Gabriela que tenía tres hijos, con la cual se juntó, casó y la casa tuvo que ampliar. 

No es que la felicidad rezumara por los huecos de las paredes y el techo, pero ahí iban bregando contra la pobreza y los caracteres de fuego de ambos. Hasta el día que les anunciaron que los desalojarían porque, al final de cuentas, esos eran terrenos privados y el traficante de terrenos que los representaba había tirado la toalla y se había fugado con lo que pudo de las cuotas de los socios.

-Diez años- pensó en voz alta.

Allí estaban ellos, los de corazas negras y escudos transparentes, como una personificación de alguna mala película de ciencia ficción. Contra ellos iban a pelear.

Por un instante pensó en su familia compuesta, a salvo de la violencia que se desencadenaría en esos instantes. Estaban en casa de unos parientes, aunque Gabriela quiso estar con él en esos momentos, la convenció de mejor quedarse con los chicos.

-Puta mare, no me despedí- dijo de nuevo en voz alta.

Su vecino Mateo, a su lado, lo miró con ojos inmisericordes. Todos estaban como en éxtasis zombi, alelados por lo que se venía, ninguno tenía tiempo para ridiculeces como esa, pensó para sí Mateo.

Cuando se terminaron los diálogos a gritos entre usurpadores y las fuerzas del orden, se adelantaron los sicarios contratados por el dueño del terreno, corrían blandiendo sables, machetes, lanzaron piedras. Los socios de la cooperativa esperaron hasta que llegaran a un punto convenido y le prendieron fuego al rastro de petróleo que se había preparado. Eso detuvo a la turba, pero no contaron con los camiones portratropa de los efectivos policiales que atravesaron el muro de llamas y bajaron de ellos los oficiales blandiendo las vergadeburro por encima de sus cabezas.

Cuando empezaron los choques, la sangre a explotar contra la ropa y los primeros caídos por las balas de goma y las bombas lacrimógenas, Julio comprendió que no había marcha atrás. Podría correr. Sí. Pero no lo haría, demasiado que ganar, demasiado que perder. Arrojó su piedra con furia y, levantando un fierro grueso de construcción, se lanzó al ataque.